por Fernando Oscar Ito
El viento de la memoria trae ecos de mi abuelo, un hombre japonés que nunca conocí. Su ausencia me dejó con la pregunta: ¿qué verdades lo guiaban? ¿Qué mundo de convicciones o de ausencia de convicciones vivía? Esta pregunta me lleva a cuestionar la fe que me han transmitido, la fe cristiana de mi familia. ¿Por qué vivir lo que otros eligieron para mí, en vez de descubrir por mí mismo las opciones de su vida espiritual, o la ausencia de ella?
Siempre supe que nuestra fe está atada a nuestra procedencia, a la tierra que habitamos, a las voces que nos educan. No decidimos qué creemos; lo heredamos. Muchas veces, olvidamos preguntarnos si lo que repetimos nos resuena. Siento que esta aceptación sumisa se opone al espíritu científico.

Esa aceptación servil, casi automática, contradice el espíritu de la ciencia. La ciencia no se conforma con lo establecido; indaga, experimenta, cuestiona y duda. Nos muestra que el conocimiento no se impone, sino que se va construyendo. En esa línea, nos propone que apliquemos el mismo criterio a nuestras convicciones. Dibujando nuevos mapas que sustituyan la obediencia automática por la exploración consciente.
Eso no quita la fe. La redefine. Porque continuamos buscando significado, más allá de lo que sabemos. No obstante, esa búsqueda debería ser libre. Deberíamos fomentar nuestros propios principios, aprender a pensar por nosotros mismos y dejar de imponer convicciones que ni siquiera nos tomamos el tiempo para comprender.
No creo que sea necesario arrodillarse ante lo invisible para hallar significado. Si hay algo semejante al cielo, debería estar aquí: en el amor que ofrecemos, en las relaciones que forjamos, en el modo en que protegemos a los demás. Deberíamos aspirar a eso. A ser positivos, a estar ahí, a dejar algo que nutra cuando ya no existamos.
En última instancia, no existe un cielo más amplio que el abrazo de alguien que te ama. Y no existe un milagro más auténtico que vivir con los ojos abiertos, sin temor, sin culpa, conscientes de que el sentido no está en lo alto, sino en nosotros mismos.