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Autor: Redacción ED1

  • Desconexión emocional

    por Carla Fabiana Díaz

    Las emociones son respuestas automáticas y espontáneas ante estímulos internos o externos, que influyen en nuestra percepción, comportamiento y estado de ánimo. Estas respuestas que a lo largo de la vida son automatizadas pueden ser gestionadas de manera saludable. La situación ante la que nos encontramos se centra en preguntarnos como sociedad si enseñamos y aprendemos sobre educación emocional.

    ¿Quién enseña a gestionar emociones?

    La familia es el primer entorno de aprendizaje. Es allí donde los vínculos comienzan y donde la tarea de trabajar las emociones debería tomar forma. Pero, ¿qué sucede cuando los adultos responsables nunca lo aprendieron? Es común escuchar: “no sabes amar”. Sin embargo, si nadie enseñó a amar, resulta complicado expresarlo.

    La desconexión emocional

    Cuando se habla de desconexión en general se piensa en algo que se cortó por algún motivo. La desconexión emocional hace referencia a la dificultad o incapacidad de una persona para experimentar, reconocer o expresar emociones, tanto propias como ajenas. No es simplemente no sentir nada, sino más bien una dificultad para procesar y conectar con las propias emociones y las de los demás. Las causas de la desconexión emocional pueden ser variadas: traumas, trastornos psicológicos, factores ambientales, mecanismos de defensa.

    Los especialistas a lo largo de la historia han acompañado estos procesos con distintos tratamientos dependiendo de las causas y la gravedad: terapia, educación emocional, técnicas de relajación, apoyo social.

    Aprender a conectar y desconectar las emociones

    La familia es el primer entorno en el que se debería aprehender a manejar los sentimientos. Por ejemplo; si al momento de un capricho por un juguete se le explicara al niñe que su enojo es entendible, pero de igual manera no se lo comprarán por X motivo. Tal vez, en su vida adulta logre manejar mejor su frustración ante situaciones en las que le digan NO.

    La escuela también intenta incorporar la educación emocional cómo herramienta para resolver conflictos.

    Nombrar las emociones

    Pensar la educación emocional como un camino lineal hace creer que las oportunidades de crianza para las personas son las mismas y que reaccionarán de manera similar. Sin embargo, la realidad es distinta. Los adultos que acompañan las crianzas quizá no contaron con un sostén emocional en su infancia. Reconocer esta diversidad permite entender que las emociones siempre están presentes, aunque a veces necesiten ser nombradas, validadas y conectadas.

  • Edadismo prematuro: La discriminación aceptada del siglo XXI.

    La abrumadora mayoría de los avisos de empleo en la Argentina discriminan por edadismo. O sea, excluyen a personas mayores de cincuenta años, muchas de las cuales aún tienen la mitad de su vida laboral por delante.

    En las últimas décadas dimos pasos gigantes en la lucha por la igualdad. Visibilizamos la discriminación de género, logramos el matrimonio igualitario y aceptamos nuevas formas de familia, como las conformadas por parejas del mismo sexo. También es cierto que se discuten temas impensados hace unos años. Ejemplos como la subrogación de vientre, el reemplazo de oficios por la IA y hasta el mercado de órganos.

    Sin embargo, hay una forma de discriminación que sigue naturalizada, casi como un reflejo automático. Y lo más insólito es que, muchas veces, la perpetúan quienes han luchado contra otras injusticias. Se trata del edadismo, la discriminación por edad, que no solo afecta a quienes superan los 70 u 80 años, sino también a personas de 50 o incluso 40 años. Esto perjudica especialmente a las mujeres. Cindy Gallop, experta en marketing, defensora de la diversidad y la inclusión, lo resume en una frase brutal: “la menopausia funciona como una capa de invisibilidad” De un día para el otro, las empresas quedan cegadas y directamente ya no ven a las mujeres.

    La propia Madonna recurrió a su cuenta de Instagram para denunciar la discriminación por edad tras recibir críticas de su aspecto en su aparición en los Grammy. “Una vez más me veo atrapada en el fulgor de la discriminación por edad y la misoginia que impregna el mundo en el que vivimos”.

    “Una vez más me veo atrapada en el fulgor de la discriminación por edad y la misoginia que impregna el mundo en el que vivimos”.

    ¿Por qué en tantos avisos de empleo se busca exclusivamente a profesionales menores de 35 años? El edadismo sigue pasando de largo, disfrazado de “requisitos del puesto”. ¿Por qué? Porque vivimos en una sociedad que glorifica la juventud a la vez que, contradictoriamente, pide experiencia. Eso sí, si la experiencia viene acompañada de más de cuatro décadas, con el divino tesoro de la juventud alcanza y sobra.

    Pero este no es solo un problema personal; es un error económico monumental. Excluir a los adultos (no tan) mayores del mercado laboral y, por ende, del de consumo nos puede costar caro. Estamos perdiendo talento, experiencia y dinero. Perdemos todos, no solo los “viejos”.

    ¿Acaso las generaciones “senior” no viajan en avión, no compran perfumes importados, no comen en refinados restaurantes, no manejan autos de alta gama, no invierten en indumentaria, en cuidado personal, no van al gimnasio? ¿Acaso no tienen sexo? Justamente todo lo anterior. Además, gozan de la ventaja que les otorga su saludable distancia respecto del mundo de las redes, así como del dinero, la libertad y el tiempo que ganaron en su última década alejándose de los gastos familiares y las obligaciones de progenitores de niños en edad escolar.

    Por otro lado, desde el mundo de los negocios, del conocimiento y de la toma de decisiones, se está perdiendo una generación de individuos que entienden de prioridades, que saben de fidelidad, de valores, de experiencia, de historia y, en consecuencia, de futuro.

    Incluso en el mundo de la política, donde aún es difícil encontrar referentes jóvenes, avanza un discurso cada vez más fuerte, especialmente en la Argentina de los últimos años, condenando a la “vieja política” o “la política de los viejos meados”, claros ejemplos de edadismo. El problema de la política no es que haya viejos, sino que hay demasiados que llevan décadas sin renovarse ni cambiar su forma de pensar. Y eso no es una cuestión de edad.

    Es hora de cambiar el chip. Envejecer no es perder vigencia, sino ganar perspectiva. El futuro nos alcanza a todos, y tarde o temprano, seremos nosotros quienes estemos del otro lado de la puerta esperando que alguien nos dé la oportunidad.